Sobre la indignación me habló un amigo que había pensado lo mismo que yo: el cansancio. Puede que mi amigo tenga razón y no se trate de esa idea tan común –que, por cierto, nunca me ha convencido- de que nos hacemos mayores y vamos perdiendo capacidad de aguante.
Puede que solo se trate de un cansancio abrumador, que duele hasta el aburrimiento. Porque, cuando llevamos muchos años viendo los mismos sucesos y poniendo los mismos parches sobre esos sucesos, uno se cansa y se sorprende a sí mismo ¡pensando como un extremista!; y ése es el momento de batirse en retirada y cerrar los ojos.
Bueno, quizá sí sea, este cansancio del que hablaba al principio, una pérdida de paciencia –repito, que nunca me ha convencido- cuyo enorme hueco alcanza esos límites indeseables que trae la edad; entonces, ya solo queda gruñir y murmurar en voz alta -al estilo Becker- y que los demás soporten.
No tengo nada seguro nunca, pero, haciendo un acto heroico de reconciliación con la futura vejez –bonito regalo-, me inclino a pensar que la edad hace que empleemos más tiempo en pensar y, por supuesto, que pensemos más profundamente.
Siempre he sospechado que el inconformismo nos acaba contaminando con aquello contra lo que hemos luchado toda la vida. Y es que entre los refajos de mis neuronas luce la idea de que ir contra corriente, por justa que sea o parezca la causa, es un síntoma de la misma enfermedad.
Estoy segura de que dentro de un tiempo, con más años y más datos, no me valdrá este discurso ya que encontraré otra explicación al fenómeno de la indignación.
Nunca se puede sacar una única conclusión acerca de cada fenómeno, acontecimiento o suceso que roce nuestra vida.
Bonito experimento éste, el de de vivir. De vivir pensando. Pasar la vida tiene su miga. Pero pensar la vida es otra cosa.
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