Ante sus ojos se desplegaron los fenómenos naturales y lo envolvieron como una piel de la que jamás podría desprenderse.
La forma humana de mirar arrancó las cosas de su sitio y las aisló como cosas únicas.
Todas estas cosas, al principio, se sostuvieron en su espíritu, ajenas a su voluntad.
Fue un impulso curioso, primitivo, dominador.
El ser humano experimentó para dominar con el pensamiento, porque deseaba conocer la naturaleza profunda de las cosas.
Nacía el ser humano.
La complejidad de la vida y su rápida efervescencia le llevaron a la primera intromisión en los asuntos de la naturaleza.
El primer paso fue la supervivencia, una tentación ineludible. Todos los seres necesitan alimentarse y protegerse.
Y la vida, en sus códigos más íntimos, lleva escrita una máxima: abrirse camino.
El ser humano, sobre las demás especies, intuyó esta intención de la vida y se enfrentó al protocolo de la enfermedad. En un primer paso intentó curarla; más tarde quiso prevenirla.
Pero, tras el sufrimiento del cuerpo se desperezaba un miedo que le dominaba a intervalos, un misterio que se fue haciendo constante.
Alzó su voz al cielo: ¿hay alguien superior que lo gobierna todo o es producto de esta joven inteligencia?
Gracias a sus antepasados, el hombre fue acumulado alguna sabiduría. Sin embargo, le seguía asaltando el vacío existencial, un vacío que, a menudo, se confundía con la premura de la cotidianeidad.
La intuición yacía prisionera en su mente: tan solo tenía que dar rienda suelta a sus presentimientos, volcarlos en sus sueños y empezar a darles forma.
En una palabra: imaginar.
Y el hombre esculpió un mundo nuevo, que al Universo ha sido indiferente.
1 dic 2006
El Nacimiento del Hombre
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