3 mar 2007

Recetas de Vida: la caducidad de la experiencia.

Al acabar la cena, salí a la terraza a tomar el aire. El viento venía perfumado y cálido. Adela y Juan continuaron en la mesa, esperando el café, mientras apuraban un cigarrillo. Sus voces me llegaban por detrás, desde la estancia.
Me rendí al idealismo de figurarme en otros lugares. En mundos perdidos que solo existían en mis deseos. Las estrellas habían extendido sus dominios aquella noche, ¿por qué no iba a pensar en otros lugares? ¿Por qué no inventar formas de existir en otros moldes distintos a los conocidos aquí en la Tierra? Viaje a Vega, veinticinco años luz. ¿Por qué no? ¡No es tanto tiempo! Carl Sagan también lo imaginó.

Adela salió a la terraza. Venía encendida. Juan y ella habían discutido. No había oído nada, había estado tan absorta, tan entregada al sueño...

-¡Los padres no entendéis nada!
- ¿Por qué dices eso, Adela? ¿Qué ocurre?
-¿Qué va a ser? ¡Lo de siempre!

“Lo de siempre”. Cuánta razón tenía. Pero, la culpa era de ella, de Adela; con treinta años no debería estar ya en casa. La ciencia desfila victoriosa ante nosotros y, rápidamente, nos hacemos propietarios de sus avances; sin embargo nos cuesta dar el salto mental que nos instala en el futuro, con los hijos. Ellos son nuestro túnel del tiempo: desde el pasado hacia el futuro.

-Me puedes explicar lo que ha pasado, Adela. ¿Cómo ha empezado la disputa?
-¡Lo sabes de sobra, mamá! No me apetece repetirlo.
-Haz un esfuerzo, por favor, un resumen.
-Pues, lo de la experiencia y todo eso, ya sabes.

“Ya sabes”. Un amor grande y profundo no es suficiente. Al amor, muchas veces, le faltan razones. El amor, demasiadas veces, arropa. Cada vez que un hijo tiene un problema, los padres tenemos que educarnos. La edad, la perspectiva que proporciona el tiempo y los datos de la experiencia; con todo ello construimos patrones, recetas de vida, fósiles mentales. Tendemos a encajar los actos que a nosotros nos dieron resultado en el presente que viven nuestros hijos. Dos realidades difíciles de acoplar.

-Adela, quiero decirte una cosa. No juzgues a tu padre con demasiada dureza. Él intenta ayudarte, quiere lo mejor para ti.
-¡Quiere, mamá! ¡Quiere!
- Quiere se utiliza para muchas cosas, Adela. Él habla de deseos, de lo que desea para ti. Baja de tu castillo de modernidad e intenta comprender. No te está imponiendo nada; solo habla de lo que conoce; no puedes condenarle por eso.
-Resulta difícil, mamá.
-Escucha, Adela. Entre nosotros y tú hay una distancia muy grande, nos unen unas cosas pero nos separan otras. Cuando te damos un consejo te estamos entregando un modelo, lo que nosotros vivimos cuando estábamos en tu lugar de ahora. Esos consejos son patrones que nos han funcionado y con respecto a ti pueden estar caducados; nuestra vida ha rodado sobre ellos y la tuya, hasta ahora, también. Tienes la vida resuelta y tu problema es la comodidad, no nos pidas ese sacrificio. Hablar, intercambiar pareceres… ¡Perfecto! Pero, intentar convencer por la fuerza…, hacer una imposición ideológica es una exigencia que nos haces porque para tí las cosas solo pueden ser como las concibes ahora. Si te das cuenta, demuestra la misma rigidez de la que nos acusas. No necesitamos tener una mente que se abra con la rapidez de la tuya, porque nuestro mundo ya es distinto del tuyo. A estas alturas, nuestros anhelos empiezan a cumplirse y lo que necesitamos es soñar sin demasiadas preocupaciones. Nos renovamos de otra forma y queremos vivir el tiempo que nos queda marcando nosotros el ritmo.

Al día siguiente, Adela se fue de casa. Salió para construir un futuro que solo a ella pertenecía. Por primera vez en muchos años, sentí alivio.
Esa misma noche, Juan y yo cenamos en la terraza.

-¿Sabes una cosa, Juan?
- Sorpréndeme...
-Tendríamos que actualizarnos.
- No tenemos tiempo de educarnos, querida. El viaje a Vega dura veinticinco años y despegamos dentro de una hora.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y qué diferente fue al llegar...