Nacimiento de una pasión.
Todavía no había entrado el otoño y el sol caía enfurecido desde las primeras horas de la mañana. Las aguas azules del pantano contrastaban en color con la claridad excesiva de la tierra circundante. Resultaba alarmante la sequía.
Sobre el lejano lomo del montículo apenas se divisaban unos cipreses de corta edad. Lentamente, ascendimos por la carretera de tierra que subía hasta lo alto del cerro.
En la cima nos estaba esperando. Al vernos a lo lejos, el arqueólogo extendió los brazos. Se acercó sin prisa y su figura empezó a flamear bajo los efectos de la tierra caliente.
La pasión brillaba en sus ojos oscuros. Y el entusiasmo había ido esculpiendo su rostro año tras año. Era muy joven todavía.
Su garganta empezó a derramarse nada más encontrarse junto a nosotros, y continuaba haciéndolo con cada paso que dábamos. Cada minúscula piedra, cada centímetro de tierra, encerraban pacientemente un secreto que se nos iba desvelando con los acordes se su voz.
Vivía la arqueología. Escucharle me maravillaba; le veía aletear a nuestro lado con tanta alegría que no podía arrancarme la sonrisa de la cara.
De inmediato sentí que debajo de nuestros pies estaba latiendo un corazón de mil ochocientos años.
Habíamos recorrido solo un tercio de aquel sembrado arqueológico, cuando uno de los excavadores lanzó un aviso. Tenía una sorpresa preparada, que dependía de la casualidad. Nos acercamos hasta un lugar concreto y los excavadores se apartaron abriendo un círculo. El arqueólogo nos invitó a acercarnos.
Siguiendo sus instrucciones rasqué delicadamente con un dedo la zona que me indicó; la tierra se convertía en polvo con suma facilidad. Me entregó una brocha para que limpiase la superficie que acababa de destapar y apareció una cenefa de vivos colores.
-Tócala con suavidad –me dijo-.
Y, como si fuera el objeto más frágil y delicado del mundo, rocé el dibujo con las yemas de los dedos.
- Hace mil ochocientos años alguien de esta ciudad tocó esa pintura. Desde entonces, eres la primera persona en volverla a tocar.
Las palabras del arqueólogo me inundaron con un sentimiento desconocido hasta entonces. Advertí una contracción del tiempo; y en mi interior empezó a dilatarse una nueva percepción: me sentí enormemente humana.
Todavía no había entrado el otoño y el sol caía enfurecido desde las primeras horas de la mañana. Las aguas azules del pantano contrastaban en color con la claridad excesiva de la tierra circundante. Resultaba alarmante la sequía.
Sobre el lejano lomo del montículo apenas se divisaban unos cipreses de corta edad. Lentamente, ascendimos por la carretera de tierra que subía hasta lo alto del cerro.
En la cima nos estaba esperando. Al vernos a lo lejos, el arqueólogo extendió los brazos. Se acercó sin prisa y su figura empezó a flamear bajo los efectos de la tierra caliente.
La pasión brillaba en sus ojos oscuros. Y el entusiasmo había ido esculpiendo su rostro año tras año. Era muy joven todavía.
Su garganta empezó a derramarse nada más encontrarse junto a nosotros, y continuaba haciéndolo con cada paso que dábamos. Cada minúscula piedra, cada centímetro de tierra, encerraban pacientemente un secreto que se nos iba desvelando con los acordes se su voz.
Vivía la arqueología. Escucharle me maravillaba; le veía aletear a nuestro lado con tanta alegría que no podía arrancarme la sonrisa de la cara.
De inmediato sentí que debajo de nuestros pies estaba latiendo un corazón de mil ochocientos años.
Habíamos recorrido solo un tercio de aquel sembrado arqueológico, cuando uno de los excavadores lanzó un aviso. Tenía una sorpresa preparada, que dependía de la casualidad. Nos acercamos hasta un lugar concreto y los excavadores se apartaron abriendo un círculo. El arqueólogo nos invitó a acercarnos.
Siguiendo sus instrucciones rasqué delicadamente con un dedo la zona que me indicó; la tierra se convertía en polvo con suma facilidad. Me entregó una brocha para que limpiase la superficie que acababa de destapar y apareció una cenefa de vivos colores.
-Tócala con suavidad –me dijo-.
Y, como si fuera el objeto más frágil y delicado del mundo, rocé el dibujo con las yemas de los dedos.
- Hace mil ochocientos años alguien de esta ciudad tocó esa pintura. Desde entonces, eres la primera persona en volverla a tocar.
Las palabras del arqueólogo me inundaron con un sentimiento desconocido hasta entonces. Advertí una contracción del tiempo; y en mi interior empezó a dilatarse una nueva percepción: me sentí enormemente humana.
Mi mano limpiando la cenefa.
Excavación arqueológica de la Ciudad de Ercávica.
9 comentarios:
La razón, es lo que nos hace tremendamente humanos; y la sinrazón es la que nos dicta la negación del yo sin posibilidad de rechistar. La humanidad depende de los rastros que la razón va dejando a su paso por la existencia como marcas a hierro candente.La posibilidad de descubrir rastros y marcas, tal que uno descubre algún que otro pliegue en la piel al asomarse al abismo de un espejo,supone un paso más al conocimiento de la razón y del sentimiento humanos. Gracias por este post.
Descubrir siempre es presagio de conocimiento, de sabiduria, de entender nuestro pasado para comprendernos a nosotros mismos.
Sin embargo, en el año 2007 la cuestión es la siguiente ¿Queremos conocernos y comprendernos?. Hay que ser paciente y constante ante los descubrimientos, pero descubrirse a uno mismo, para eso, hay que ser valiente, y hay demasiado miedo en la actualidad.
Gracias por mostrarnos tus conocimientos, por hacerlos públicos. Gracias por enseñarnos para que podamos aprender.
Gracias Marta y Moscugat, por vuestros preciosos comentarios. Realmente fue una experiencia que no olviderá nunca.
divertidisima hipatia tu visión arqueológica es muy entretenida.saludos.
Hola!
Pensaba que te encontraría navegando en un futuro espacial, y ¡sorpresa! estás en el pasado excavando yacimientos arqueológicos y, además ¡eres humana! Me alegro.
Gracias por la visita a fractal y tus palabras de aprecio. Con el tiempo iré leyendo un poco más de tu blog. He visto que compartimos interés por algunos temas.
Un saludo
.
Como puedes comprobar, Frac, hay mutantes renacentistas. Muchas gracias por tu visita.
...Y pensar que nos vamos destapando en esa acción, que es parte de nosotros mismos y de lo que vamos dejando. La huellas variantes y dinámicas, escondidas y desenterradas y vuelta a esconder... hasta que el tiempo deja de ser tiempo para convertirse durante un instante en objeto. La cenefa ercávica en tus manos...
Estupendo relato Hipatia, siempre dejando cenefas en la galaxia. Ventanas del Enterprise.
Un abrazo.
Hola querida amiga:
Puedes ver tu post publicado en ANTARIA Y POESÍA. Espero te guste y que aun más visitantes tenga tu blog.
Un besazo enorme, siempre moscugaético.
Eres afortunada. La vida te hizo partícipe siquiera fugazmente de un segundo de inmortalidad. Hace años, en Chiapas, sentí algo parecido al entrar en uno de los templos de Bonampak, una ciudad maya perdida en la selva. Contemplar los frescos de sus paredes y techos me sobrecogió.
Un saludo,
Joan.
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