En el año 1924, el joven científico Raymond Dart se abrochaba los botones de la camisa, con la mente apuntando hacia otra parte. Su mujer, Dora, le apremiaba: era el padrino de la boda que se celebraba en su casa y no podía dormirse.
El novio ya había llegado y la novia no tardaría en hacerlo. Pero el padrino continuaba en las nubes. Si lo que estaba pensando se confirmaba, su intuición alcanzaría de lleno en el centro de la diana.
Cultivando una pasión durante años, llegado el momento, se hace posible recoger una hermosa cosecha. Aunque, en esta ocasión, el corazón de Raymond había encontrado un atajo, gracias a la casualidad. Oyó la campana de la puerta principal. Se apresuró a colocarse la chaqueta y, sin dudar un instante, se precipitó escaleras abajo. Al llegar al recibidor se detuvo bruscamente ante dos horribles y voluminosas cajas de madera tosca y sin pintar. Dora no cesaba de dar vueltas. Al verlo paralizado ante las cajas le reprochó la pérdida de tiempo, tan escaso en aquel momento. Tenía que terminar de arreglarse para la ceremonia; de ninguna manera abriría las cajas.
Pero el científico llevaba semanas esperándolas y no podía resistirse. En cuanto su mujer desapareció se abalanzó sobre la primera. Como un fugitivo, volvió la mirada hacia todos los lados;

realmente se sentía luchando contra todo. Levantó fácilmente la tapa y… se llevó una decepción. Agobiado por la excitación y por la inquietante falta de tiempo abrió la segunda caja. En su interior encontró, entre un grupo de enormes piedras, dos piezas de incalculable valor: la parte posterior de un cráneo y el molde de un pequeño cerebro, el cual encajaba perfectamente en la primera.
Sus informadores le habían sugerido que ambas piezas pertenecían a un simio corriente, un babuino. Sin embargo, Raymond, al ser informado sobre sus características albergó ciertas dudas. Tenía amplios conocimientos de anatomía; con el material delante se daba cuenta de que no era cierto. Sus sospechas se confirmaron. La reproducción que tenía ante sí era de mayor tamaño que el cerebro de un babuino; además, mostraba características humanas. Rompió en una sonora carcajada: otra casualidad había hecho que recibiera un tesoro, vestido de gala. Durante unos pocos segundos se sintió inmune a sí mismo: la eternidad estaba ante sus ojos, entre sus manos.
Unos tirones en la manga le hicieron volver a la realidad: la novia estaba esperándole.
El científico estaba absolutamente seguro de que se trataba de un antecesor muy primitivo de la humanidad y propuso un nombre para el ejemplar fósil: Australopithecus Africanus. Mientras que por la prensa fue bautizado como El Niño de Taung.
El informe que presentó Dart fue criticado inmediatamente. Se lo tachó de joven entusiasta y fue acusado de precipitación. Los paleo-antropólogos británicos afirmaron que los rasgos faciales infantiles son notablemente más suaves que los de un ejemplar adulto. Únicamente, se defendió la posibilidad de que se tratase de un fósil de gorila o chimpancé; pero en ningún caso se admitió que fuera un antepasado remoto del hombre.
Entre tanto, un magnífico fósil de Homo Erectus -El Hombre de Pekín- se llevab

a todo el protagonismo.
La fama del Niño de Taung naufragó en el olvido. Raymond, desbordado por las críticas, abandonó definitivamente la búsqueda de fósiles.
Durante las dos décadas siguientes, en otro yacimiento africano, fueron apareciendo restos de otros ejemplares de Australopithecus Africanus, que rescataron al Niño de Taung del hundimiento. La comunidad científica se vio obligada a reconocer las certezas del trabajo de Raymond Dart; con ello recibió todo el reconocimiento que le había sido arrebatado hasta el momento.
El científico manifestó el alto precio que había pagado por su hallazgo, afirmando:
No es bueno ir por delante cuando se va a estar solo.Raymond Dart: (1893-1988)
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