29 nov 2006

Olympie de Gouges

Olimpie era escritora e intentaba vivir de lo que escribía. Pero el éxito no la favorecía porque era una escritora mediocre.
Su vida no era fácil; y la dificultad nacía, crecía y se volvía indignación a causa de su inteligencia. Ella luchaba por sobrevivir y por vivir con dignidad.

Era una época difícil durante la cual un hombre de talento, como era Rousseau, describía a la mujer ideal como eterna menor de edad, sin capacidad de obrar y tutelada siempre por su cónyuge.
Olimpie no lo entendía. Ella había dicho: “la mujer tiene derecho a subir al cadalso; debe tener igual derecho a subir a la tribuna”.
Unos años después, la detuvieron y la condenaron a muerte.
Ocurrió demasiado pronto. Un duro golpe, un revés que da la ilusión a la vida.


El Último día en la prisión.

El calabozo era húmedo. La sensación de frío regresaba. Se acercó a jergón y colocó su mantón de lana por encima, sin demasiado detalle. Ni siquiera se aflojó la ropa; tendida boca arriba, se tapó con el mantón hasta la garganta y cruzó las manos sobre el pecho: ”otro día difícil”, pensó.
Se encontraba sin ánimos, gastada, envejecida. Le dolía todo el cuerpo, hasta la raíz del pelo.
En sus huesos crecía una impaciencia que no podía remediar. Estaba anocheciendo: a partir de este momento el día se iría haciendo más complicado.
También le dolían los ojos. Por su cabeza cruzó la idea de una insolación. Hoy, el único día que había salido el sol. Y el patio de la prisión estaría ahora como esta mañana, desierto, pero con otra luz.
Así se sentía, adquiriendo otra luz, una luz propia. Había estado viviendo con la luz prestada de los sueños.
Se había ido incrustando en la Historia y había obtenido de ella lo más trágico: la injusticia, la ignorancia.
Ahora podría desaparecer tranquilamente.
Reparó en la postura e imaginó que estaba dispuesta a morir. La idea no le angustió en absoluto, porque encontraba la serenidad de quien ya no se resiste.
Súbitamente, se despojó de la sensación del fin. Debió ocurrir mientras estuvo suspendida de la idea de la muerte, cuando comprendió que durante ese último día había vivido una vida entera.
Una ola de esperanza rompió en su pecho:
- Mañana será otra vida -dijo.

Cuando se despertó estaba amaneciendo.
Sintió una fuerza de ánimo que se elevaba por encima de cualquier sensación experimentada hasta ahora.
Salió al patio: la luna entregaba su recuerdo a un cielo que ya se rendía a las primeras luces.
La niebla flotaba como un retal de gasa empapado por el reflejo de un triste farolillo.
Un aleteo la sacó del silencio; sólo duró un instante, no vio nada. Quizá fuesen gorriones, aunque dudó de si estarían despiertos a esas horas.
Apuntó la fecha en su mente, como para llevársela consigo.

Después la subieron al carro y se sentó en el suelo. La madera estaba húmeda.
La ausencia de frío era total.
El alba rompía despacio; se sintió amparada por la claridad que se iba posando sobre el rostro de todas las cosas. Y al cuajar la luz en el cielo creyó que había estado soñando.
Y pensó que la única prueba de la existencia son los sueños.

Piano Café

La niebla de estos locales, de los cafés con piano quiero decir, nace en el pecho de sus clientes y sobrevive adherida a las paredes, en medio de un injerto de luz cálida. La iluminación de estos sitios es importante ya que tienen que producir un efecto de confianza en las personas.
A media tarde esta polución orgánica permanece atrincherada y firme en los rincones, apreciándose en ella las inclemencias de las recientes tareas de ventilación.
Las mesas están todas ocupadas desde que se abre el local. Pero en el Café... esto no es un problema puesto que no es raro compartir mesa con cualquiera. Es posible pasar unas horas enfrente de alguien sin intercambiar más que los saludos inicial y final. También sucede, que de esta obligada distancia pueda surgir la más fructífera de las amistades.
Nada pasa desapercibido; todo es natural o discretamente normal, aunque algún cliente improvise, como ocurre a veces, y suelte un acalorado discurso que nadie escucha con atención.
Yo acudo al Café... todos los días. Me gustan los residuos de sus tardes y sus noches. Necesito a diario una dosis de lo que ofrece este sitio. Porque, entre tantas horas canceladas por las obligaciones cotidianas, y todos los etcéteras del mundo, el Café... es como una isla anónima a la que huyen los desertores de nuestra Era mediocre.
Empieza la música. Las teclas del piano bajan y suben obligadas por los dedos del pianista. Alguna nota rota. Otra se da a la fuga por una tecla muda.
Alguien despierta y se incorpora tardíamente a la melodía. El murmullo de voces aumenta con la música del piano.
La espalda del pianista, cuando un exceso de arte lo inclina hacia el teclado, enciende en el ánimo un resto sentimental, que queda colgado del humo, como una nota más.

Paralelismos Históricos

El gran maestro Sócrates aceptó la sentencia de muerte.
No se resistió. No huyó.
Estaba seguro de sí mismo, convencido de su doctrina.
En sus discursos instaba a todo aquél que le escuchase a encontrar dentro de sí la Verdad.
Y predicaba: “nadie hace el mal a sabiendas”.
Era una amenaza en la Polis.
Le condenó el miedo de los poderosos.
Rodeado de los discípulos que más le apreciaban
bebió dócilmente la cicuta y murió.

El gran profeta Jesús aceptó la sentencia de muerte.
Tampoco se resistió ni huyó.
También estaba seguro de sí mismo y convencido de su doctrina.
En sus predicaciones instaba a todo aquél que le escuchase a encontrar dentro de sí el Amor.
Era una amenaza.
Le condenó el miedo de los poderosos.
Rodeado de sus discípulos y de aquéllos que le apreciaban
bebió mansamente la hiel; y dijo:
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Después, murió.